Colaboración de:
Catedrático Emérito de Psiquiatría y Psicología Médica,
Universidad Complutense de Madrid.
Profesor Honorario de la Universidad Autónoma de Madrid
Académico de la Real Academia Nacional de Medicina
Colaborador de la Cátedra Fundación Cultural Forum
Filatélico de "Psicobiología y Discapacidad".
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Hoy nadie duda de que un enfermo sin antecedentes de depresión, al ser afectado por una patología médica seria, puede hundirse en un estado depresivo.
La depresión determinada por un proceso somático o por la administración de un medicamento o droga no guarda correspondencia con un tipo de personalidad determinada. Su sintomatología se presenta enmascarada, como es lógico, con los síntomas somáticos de la patología médica causal, salvo cuando la depresión constituye su trastorno inicial. Suele adoptar como evolución más común la presentación de un solo episodio (evolución monofásica).
El cuadro clínico de la depresión somatógena se caracteriza sobre todo por la presentación en el primer plano de la sintomatología anérgica. La depresión anérgica exclusiva o mixta constituye un legítimo indicio para sospechar la intervención de un factor causal de tipo somático. Sin embargo, son los síntomas depresivos ajenos a la anergia los que constituyen los rasgos más demostrativos de la incidencia de una depresión en el marco de una enfermedad física importante, dado que los síntomas anérgicos (apatía, aburrimiento, pensamiento lento y oscuro, capacidad de decisión debilitada, representaciones obsesivas, astenia, trastornos digestivos, disfunción sexual) son los rasgos depresivos que más se solapan con los síntomas habituales de todo proceso somático importante.
Por ello, muchas veces tenemos que atender a otros síntomas para comenzar a sospechar la presencia de una depresión somatógena. Entre ellos sobresalen los siguientes: el dolor moral o dolor por vivir, el sentimiento de culpa, el deseo de morir o la tendencia al suicidio, la escasez de palabras, la sensación de soledad, los brotes de irritabilidad o desconfianza, el empeoramiento por las mañanas y el insomnio tardío. Constituye, pues, un desafío clínico importante la detección de la depresión en un enfermo físico.
La propia solicitud de eutanasia constituye la inmensa mayoría de las veces un síntoma depresivo. Esta observación demuestra la frecuente invalidez de la petición de eutanasia, dado que se formula desde un estado que no respeta la capacidad de decisión del sujeto. Cuando las autoridades holandesas mantienen como criterio objetivo para admitir la solicitud de eutanasia el argumento de que «ningún tratamiento puede mejorar en un grado suficiente los sufrimientos del enfermo», no cuentan con la eficacia de un tratamiento antidepresivo, ya que la validez del diagnóstico de la depresión en enfermos de patología física dista de estar bien establecida, en especial en los enfermos graves. La postura que aquí mantenemos de optar ante una petición de eutanasia por afrontar con recursos psiquiátricos el estudio y tratamiento del individuo, se basa en que la mayor parte de estas peticiones parten de un cuadro depresivo y en la minoría restante de la fobia al sufrimiento (algofobia) y de la sensación de abandono social, todos ellos elementos superables con el oportuno tratamiento.
Las dificultades para evaluar como rasgos propiamente depresivos la sintomatología anérgica presente en el marco de un trastorno somático de cierta importancia, se multiplican con el hecho de que la apatía frecuente en las enfermedades orgánicas cerebrales, como la enfermedad de Parkinson, puede representar un síndrome distinto de la depresión, producido por una lesión de las proyecciones ascendentes del sistema dopaminérgico que conexionan el globus pallidus con los lóbulos frontales o el sistema límbico.
Ciertas anomalías del comportamiento en que incurren con alguna frecuencia los enfermos somáticos, tales como el rechazo de la medicación o de los alimentos, la conducta infantil y los comportamientos de violencia, provienen muchas veces de un estado depresivo. La regresión infantil suscitada a menudo por el proceso somático puede conducir a la depresión a adoptar una vía de manifestación propia de la depresión infantojuvenil, en la que los trastornos de conducta activos ocupan muchas veces el primer plano clínico.
La captación clínica de un estado depresivo presuntamente somatógeno, a causa de un proceso somático todavía no conocido, obliga a extremar los esfuerzos para identificar con la mayor prontitud la identidad de esta patología somática. La correcta identificación de este proceso somático supone en ocasiones un problema urgente del que depende la vida del enfermo.
Por otra parte, la captación de un estado depresivo en los enfermos somáticos en los que ya han hecho acto de presencia los síntomas correspondientes, es una tarea nada fácil, dado que ambos cuadros clínicos comportan muchos síntomas comunes. Este solapamiento se desarrolla con preferencia en la vertiente de la depresión ocupada por los síntomas somáticos. Por ello la identificación positiva de una depresión somatógena sobre la base de registrar los síntomas y evaluarlos por su número y especificidad es posible sólo en las depresiones psicomorfas o mixtas, y no en las somatomorfas. Una dificultad sobreañadida a este respecto es la de cursar la patología somática con cuadros clínicos propios que pueden imitar el estado depresivo hasta el punto de que en algunos de estos cuadros está justificado hablar de depresión aparente o seudodepresión.
Ante cualquier enfermo depresivo cuya causalidad no está suficientemente definida es preciso indagar con suma atención la naturaleza de los medicamentos y drogas que el enfermo esté recibiendo, así como resulta obligatorio examinar con particular minuciosidad su estado somático. Muchos datos captados mediante estas gestiones merecerán después ser ponderados en el diagnóstico etiológico de la depresión.
La admisión de la existencia de una categoría de depresión determinada directamente por la patología médica o las sustancias químicas externas no debe servir de pretexto para descartar ipso facto la posible intervención causal de factores psicosociales depresógenos implicados en la situación de una grave enfermedad, tales como: en primer lugar, la acumulación de una sobrecarga emocional, o sea el estrés de la enfermedad física, tal vez reforzado con el aislamiento social, la inactividad y/o la interrupción de los hábitos de vida. Así tenemos que el proceso somático de cierta entidad dispone no sólo de resortes físicos para determinar un estado depresivo, sino del concurso de los elementos definidores de las situaciones depresógenas por excelencia.
A despecho de este último dato, debe tenerse siempre presente que la asociación de una patología somática y una enfermedad depresiva puede obedecer a un nexo de causalidad o por el contrario tratarse de dos afecciones que arrancan de una vía común o que coinciden por azar sin existir entre ambas un nexo de causa efecto (Figura 12).
Dado que la asociación de una patología somática con una enfermedad depresiva plantea cinco posibles opciones, la clarificación del vínculo operativo entre ambos cuadros clínicos exige profundizar en la investigación del estado somático y escudriñar con la máxima atención los datos sintomáticos y evolutivos del cuadro depresivo, y todo ello sin perder de vista la relación cronológica entre ambos cuadros, ya que sólo puede aceptarse la presencia de una auténtica depresión somatógena cuando el comienzo de la sintomatología depresiva se ha producido en un momento en que ya estaba instaurado el trastorno somático aunque todavía no hubiese comenzado a manifestarse la sintomatología correspondiente.